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martes, 10 de abril de 2012

Oceánica


Con las voces del viento se despertó Mergalia. Se reconoció lentamente, como si a su conciencia le costara desprenderse del letargo, pues los párpados le pesaban y sentía entumecidos los brazos y las piernas.
Mientras se incorporaba con dificultad, algo mareada, percibió imágenes en fuga e intentó el movimiento con una marcha vacilante. Como las sensaciones se superponían veía las cosas a través de un espejismo que deformaba la realidad: era la espectadora de sí misma y era también la mujer que caminaba sola por la playa. Un océano gris se encrespaba con turbulencia sobrecogedora: los restos de una embarcación no le recordaban un naufragio, aunque por un momento creyó que estaba frente al fin o el comienzo de algo. De pronto subió la espuma, le pareció que el mar era de leche y vio la playa blanca y la aldea sobre el horizonte. Era el pueblo, allí, donde estaba el agua y era su choza, allí, donde no había nada, y era el viento el que había enfurecido al gigante, quien había devorado árboles, animales y hombres. Vio un templo envuelto en un vaho de niebla, sostenido por cariátides que representaban los cuatro elementos, y Mergalia pensó que los bostezos del gigante fortificaban la languidez de sus evocaciones.
Al principio había sido la tempestad, la insistencia y la tenacidad de las tormentas que confundían equinoccios y solsticios; luego fueron las lenguas de serpiente del océano que lamieron la tierra y barrieron su superficie. Los hombres corrían hacia las montañas e invadían las cuevas de los osos, mientras la isla de leyenda era devorada por el gigante submarino. Unos troncos chamuscados, cubiertos de algas y moluscos, chisporrotearon en las estampas del hogar que alguna vez la había albergado, y descubrió fantasmas que irrumpían como sombras familiares en su obsesiva caza de recuerdos. Con las voces del viento se despertó Mergalia. Se reconoció lentamente, como si a su conciencia le costara desprenderse del letargo, pues los párpados le pesaban y sentía entumecidos los brazos y las piernas. Mientras se incorporaba con dificultad, algo mareada, percibió vagamente imágenes en fuga e intentó el movimiento con una marcha vacilante. Como las sensaciones se superponían veía las cosas a través de un espejismo que deformaba la realidad: era la espectadora de sí misma y era también la mujer que caminaba sola por la playa. Un océano gris se encrespaba con turbulencia sobrecogedora: los restos de una embarcación no le recordaban un naufragio, aunque por un momento creyó que estaba frente al fin o el comienzo de algo. De pronto subió la espuma, le pareció que el mar era de leche y vio la playa blanca y la aldea sobre el horizonte. Era el pueblo, allí, donde estaba el agua y era su choza, allí, donde no había nada, y era el viento el que había enfurecido al gigante, quien había devorado árboles, animales y hombres. Vio un templo envuelto en un vaho de niebla, sostenido por cariátides que representaban los cuatro elementos, y Mergalia pensó que los bostezos del gigante fortificaban la languidez de sus evocaciones. Al principio había sido la tempestad, la insistencia y la tenacidad de las tormentas que confundían equinoccios y solsticios; luego fueron las lenguas de serpiente del océano que lamieron la tierra y barrieron su superficie. Los hombres corrían hacia las montañas e invadían las cuevas de los osos, mientras la isla de leyenda era devorada por el gigante submarino. Unos troncos chamuscados, cubiertos de algas y moluscos, chisporrotearon en las estampas del hogar que alguna vez la había albergado, y descubrió fantasmas que irrumpían como sombras familiares en su obsesiva caza de recuerdos. Mergalia se sentó sobre un peñasco y, aunque su conciencia estaba en penumbras, supo de alguna manera que era la sobreviviente que su afán de persistir había superadp la violencia del cataclismo, que no tenía orígenes visibles en el mapa del mundo y que el mar la había perdonado tal vez para que alguien guardara en la memoria y diera testimonio a las generaciones venideras de que allí, más allá del estrecho de Gibraltar y la columnas de Hércules, había existido una civilización a la que llamarían Atlántida.

4 comentarios:

  1. Un cuento que describe los cataclismos que sucedenhoy mismo, el temor y la furia de la naturaleza enmarcados en párrafos temerosos!!

    PABLO

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  2. Gracias, Paul, sí, en el pasado y en el presente, aún con lodos los avances de la ciencia, el hombre se siente débil frente a los desastres naturales.

    Maygemay,

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