El
chasquido del agua y el golpe de los escudos amortiguan el choque de la
caballería enjaezada para la guerra, penachos y estandartes de colores se
agitan con el viento de la tarde cuando el puente levadizo cierra la entrada de
la fortaleza que se asoma en lo alto de la colina; una lluvia de flechas corta
el aire y desbanda la tropa hacia hacia la intimidad de la floresta.
Desde
la transparencia de mi refugio descubro la
Hace csuperposición de las vibraciones: unas repiten con nitidez el
ritmo de galope, pero las otras se oyen a distancia, acompasadas, con
intervalos que me recuerdan el momento en el que acompaño a mi hermano mayor a
las clases del maestro griego al terminar el oficio religioso. Y es allí, entre
técnicas pictóricas y ensayos de dorado, hundido en la penumbra del claroscuro,
donde he escrito mis primeros sonetos «al itálico modo» con plumas y pinceles
que graban sobre márgenes de misal los versos que buscan la armonía del
toledano.
Sereno emerjo de espaldas y mantengo el
equilibrio sobre el borde de las aguas en una inmovilidad casi absoluta. De vez
en cuando muevo uno de mis brazos para cambiar mi orientación, mientras sueño
con enrolarme en la flota de Francisco Pizarro y lanzarme a toda vela hacia la
aventura por las tierras del oro y de la plata que defienden mujeres a caballo
y gigantes de un solo ojo. La eternidad me espera en el torrente de Juvencia y
un lecho de esmeraldas en la laguna de Guatavita. Conoceré las comarcas del sol
y la flor de la belleza del Perú: ninguna ñusta de trenzas negras y piel de
bronce podrá resistirse al asedio de mis madrigales.
Floto plácidamente en la más absoluta beatitud.
A veces me deslizo en suaves piruetas que enredan las imágenes para proyectarme
un poco indio, un poco gaucho, con la vincha en la frente y la pampa en la
mirada. Lejos del rancherío y de los toldos me voy perdiendo con mi potro en un
vado para acortar llanuras y crepúsculos.
Al ascender inhalo el aire de la
revolución. Un huracán de banderas sacude el continente. La libertad se
respira, se bebe, se mete por los poros y estalla en las arterias en reflujos
de sangre y patriotismo. Giro sobre mí mismo y me zambullo de cabeza en esa ola
en un remolino que anula las distancias.
Mi resistencia a la presión acuática va
disminuyendo, aunque todavía tengo que encender antorchas, llorar con las
guitarras, bailar con los gitanos en la playa y avanzar entre llamaradas y
penumbras hacia mi primer sol.
He saltado al puente por donde corre el
tren en un vaho de brumas. El túnel queda atrás y el cielo y la pradera me
encandilan. Junto al andén me espera un grupo de chiquillos. Soy uno de ellos y
jugamos con un perro blanco y negro que alegre nos embiste.
Una niña de pelo rubio me mira desde su
verde inalcanzable. Sonríe y se aleja con rapidez, girando botas de gamuza
sobre raudos pedales.
Ahora soy yo el que anda en bicicleta por
la Avenida Costanera, buscando a la ciclista. Tal vez se haya disuelto en el
follaje. El día es diáfano y resplandecen almidonados rascacielos.
No sé por qué me siento enfocado por luces
silvestres. ¿Tendrán ojos las hierbas? Me distraigo. Bruscamente caigo sobre el
asfalto frente a unos frenos que aúllan histéricos.
Avanzo, sigo mi paseo por calles estrechas.
Voy dejando atrás mi seguridad, las confidencias de este lago tan mío, soy
impelido por una fuerza poderosa que me lleva hacia delante a través de una
geografía que he mirado desde mi globo de cristal.
Perderé mi paz, olvidaré los secretos
revelados por la memoria ancestral de mis células. Me alejo definitivamente de
las vidas y los sueños que he asumido durante todos estos meses: soy huella de
poetas, soy aventurero, soy libertad y tren que viaja a una estación de
infancia sin pesares. Las historias que me precedieron serán borradas por la
mía. Tengo miedo, quiero asirme de este pasado conocido que pierdo
irremisiblemente.
No puedo... empiezo a olvidar. La angustia
de este instante confunde todos mis recuerdos. Mi conciencia aflorará al mundo
desnuda, despojada de imágenes. Estaré expuesto a todo riesgo. Inútil tratar de
retroceder. Me alejo, me voy alejando. Lucho por regresar en un último esfuerzo
que me lanza hacia afuera y oigo el grito de mis raíces que quieren aferrarme.
Una luz poderosa me enceguece y soy
aprisionado por manos firmes que me sujetan de la cabeza y de los pies. Me
ahogo. No puedo tolerar esta intemperie, que me arranca de la tibieza de mi
nido, quiero volver…y lloro hondamente con el dolor de toda la humanidad en su
primera queja, al descubrir que en el momento de mi nacimiento me comprometo
con el mundo y pierdo para siempre el paraíso.
Despierto, me voy habituando paulatinamente
a la claridad que irradia de mi ropa, a la blancura de los alimentos. La luz ya
no me hiere: filtro los matices con lentitud hasta que recibo los colores.
A veces me divierto con sonidos: imito
algunos, los voy clasificando uno por uno con mucho placer. Comienzo a
distinguir voces y ruidos y espero ansioso el canto que me llega con perfumes y
caricias.
Creo que estoy aceptando mi nueva
situación. Tal vez sólo me adapte por necesidad, aunque puedo elegir entre las
posibilidades que me han sido dadas y estoy aprendiendo a sonreír. Me siento
acaso más tranquilo y reconozco el motivo de mi bienestar: he rescatado a la
niña de la bicicleta, por las noches me acuna y me adormezco en su mirada de
pradera.
La trascendente aventura de SER...
ResponderEliminarel hermoso temor de nacer !! un sueño a la vida!! muy bonito...
ResponderEliminarPol
Claro, Paul, con toda la herencia genética que llevamos a cuestas.
ResponderEliminarGracias.