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miércoles, 25 de abril de 2012

Los mellizos de Nazca



-Son tan altos que parecen árboles- le dice C’hayña a su gemelo-, mientras avanzan sobre el lomo de las vicuñas, que de tanto en tanto se detienen y protestan caprichosas porque el paseo se prolonga demasiado esa tarde. Tienen once o doce años y habitan el valle de Palpa, lejos del río y de la aldea en un paraje hundido en la desolación. Criados en libertad, comparten con los fantasmas de la llanura las oquedades de  los peñascos que les sirven de escondite, y sus voces se vuelcan en el caracol del viento, que las propaga por los desfiladeros de los Andes o las dispersa entre las hojas hacia el corazón de la selva. Sin embargo,  para esos niños el mundo termina donde comienza el pueblo que parece estar cada vez más lejos de las huellas de los animales, pues se vuelven cada día más sedentarios.
A la madre no quieren molestarla mucho, pues saben perfectamente que tiene que robarle horas al sueño para aflojar la dureza de ese suelo mezquino que la escasez de lluvia amenaza con transformar en un desierto. Vive doblada sobre la tierra, ingeniándose como puede hasta alcanzar las napas de agua que le permitan el riego de su huerto, que por milagro florece para el sustento de los tres. Del padre sólo recuerdan que se marchó una mañana cualquiera, cada vez más distante, y ahí han quedado ellos con la esperanza de un regreso que se posterga indefinidamente y la urgencia de sobrevivir, hostigados por la impiedad del clima y la aspereza de esa región a quien el mundo ha olvidado.
 C’hayña y Yuyo se ocupan de los animales que se han vuelto tan ariscos como la tierra. Hasta hace algunos años llegaban hasta el caserío y podían jugar con los chicos de ponchos de colores que pintan vasijas con asas de dos cabezas. Ahora sólo pueden recrearse con el recuerdo de esas imágenes pintorescas que se van esfumando entre las nubes de polvo de ese paisaje sin matices.
Pero C’hayña los ha visto: son azules o verdes como los árboles del monte que está junto al río y tienen alas.  Y Yuyo no puede creer por el temor de que todo eso sea una fantasía  de su hermana como aquel día en que tembló la tierra, cuando le dijo que había descendido el disco del sol  detrás de las distantes colinas, que tenía una boca inmensa, que por sus dientes bajaban los gigantes de luz sobre el horizonte. Él la siguió a todas partes, y no hallaron nada. Al regresar la madre estaba muy triste porque la acequia, aquel prodigio de la ingeniería casera se había desmoronado y hubo que empezar otra vez. Yuyo quiere olvidar los días en que compartían el hambre con los animales: hubiera comido pasto si lo hubiese encontrado, pero hasta el pasto ralea en aquel llano y las vicuñas son sagradas, pues representan la única esperanza de contacto con la civilización.  C’hayña sueña despierta para distraer su propia melancolía, eso es todo.
   El terreno comienza a ondular y se hace más escarpado, las bestias se detienen bruscamente como siempre que llegan hasta allí, se encaprichan,  no quieren avanzar por la lomada y retroceden con desconfianza. ¡Qué indóciles, qué viejas están! Yuyo desmonta y se adelanta intrigado, trepando con agilidad por los riscos y las salientes afiladas, entonces los ve: son muchos, tienen la transparencia del hielo de las cumbres andinas, pero parecen muy fuertes: vuelan de aquí para allá, acarreando piedras enormes que colocan en distintos lugares de la llanura. ¿Para qué? C’hayña aprieta el brazo de su hermano, tiembla y ríe con nerviosismo. Son muy hermosos los fantasmas verdes y parecen árboles con alas de mariposas. Yuyo abandona su escondite y echa a correr hacia ellos, y la niña sin titubear imita su carrera.
Sobre las espaldas de los seres de otra galaxia conocen lo que el mundo no sabrá nunca. Marcan con mojones las rutas entre las estrellas y contornos de asterismos secretos se dibujan sobre los sedientos arenales, mientras una madre india riega pacientemente la tierra sin imaginar que sus hijos vuelan con aquellas águilas que se ven a lo lejos. Allá van los valientes mellizos de Nazca,  cruzando velozmente ese olvidado cielo con sus exóticos amigos,  ignorando que son los únicos testigos y actores de un extraño juego sideral, tal vez un mapa cósmico, un mensaje interplanetario y seguramente un  auténtico enigma para las futuras generaciones.








1 comentario:

  1. Maravilloso cuento... como me tienes acostumbrado. Además, Nazca me ha cautivado por su misterio innato. Todo mi afecto, poeta.

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