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miércoles, 2 de mayo de 2012

El Molino


   
  Cuando las aspas del molino de Maese Ferdinand se detenían, doña Estrella daba un respingo y le decía a su marido:
     -Megalí se ha enamorado, la perdimos otra vez.
     Entonces podía sobrevenir una catástrofe: los naranjos perdían sus azahares, se secaban los campos y hasta los gatos querendones se volvían tigres feroces y asolaban  la población de aquella aldea ignota nacida en el bostezo del monte.
 El molino era el generador de energía de aquel pueblo, pero para que sus aspas giraran era necesario  que soplasen las ondas del pensamiento de Megalí. Hasta aquella usina vital acudían caravanas de ilusionistas y hacedores de sueños en busca de realidades intangibles que se escamoteaban en el mundo cotidiano. Sin embargo, nadie podía suplir a Megalí durante sus ausencias. Aunque los postulantes permanecieran días y días en actitud brahmánica y se alimentaran sólo de raíces y jugos ácidos, no alcanzaban a reunir la fuerza suficiente para obtener el pensamiento en estado puro, que era el único combustible apto para alimentar los acumuladores del molino. Sólo Megalí podía hacer florecer los prados, multiplicar las mieses y contener los huracanes devastadores que convertían en páramo aquella comarca ubérrima.
     Pero a veces sucedía que Megalí, por cierta languidez de su espíritu o de su corazón, caía en pozos profundos de los  que le resultaba muy penoso escapar. Generalmente eran los brazos morenos de Antenor los que la soterraban en un estado de confusión que se parecía a la locura. Bajaba hasta el infierno donde se iba consumiendo lentamente y cuando volvía a la superficie, no era  más que un harapo, un  trapo retorcido y remendado apenas reconocible por sus grandes ojos azules, hundidos en un abismo de borrascas.
Maese Ferdinand se desesperaba, porque si bien era el creador del molino, necesitaba una fuente de recursos como la mente e Megalí para hacerlo funcionar. En vano intentaba el cambio para sacarla del sopor. Sus esfuerzos y los de doña Estrella no bastaban, aunque le avisaran que el cauce del río estaba seco o que un poderoso rayo se había descargado sobre los trigales. Sólo el tiempo y la lejanía de Antenor la despertaban del letargo.
     Una tarde Maese Ferdinand vislumbró la solución cuando observaba el carromato de gitanos. Entre las mujeres había algunas muy seductoras y pensó que no era difícil que el temperamento fogoso de Antenor se sintiera atraído por sus encantos. No se equivocaba: verlas bailar al son de la pandereta y lanzarse al galope tras el carro y la aventura fue lo último que se supo de él. En esta ocasión, Megalí se repuso de la pérdida con más rapidez que nunca, pues se sentía libre de una sumisión que la mortificaba, pero no podía resistir.
     El molino comenzó a girar veloz. Por el cielo de la aldea volaban pensamientos maravillosos; tramas intrincadas y coloridas que albergaban todas las posibilidades de una existencia feliz: las hembras parían sin dolor, el trabajo no pesaba, los niños eran creativos y dóciles. Hombres, animales y plantas se hermanaban en una comunidad solidaria. Era el edén. Y como al paraíso no podía faltarle música, llegó una orquesta ambulante y  Megalí descubrió la cara del guitarrista, nacida en una mañana de lluvia. Era el varón soñado, y creyó reconocer el rostro del amor cuando las cuerdas más sutiles de su alma vibraron en el contrapunto de aquella guitarra. Sin embargo Maese Ferdinand y doña Estrella se miraron preocupados al comprobar que el molino había dejado de dar vueltas.
     -El amor no le es propicio- dijo la mujer.
     Megalí adquirió la fragilidad de una hoja y empezó a levitar. Su pecho se encendía de una dulce tibieza y la emociones más delicadas desalojaban al pensamiento generador. Maese Ferdinand tenía que actuar rápido para que Megalí pudiera recuperar la fuerza sin herir sus sentimientos. La solución no llegaba. Sólo una noticia casual, providencial -corrigió doña Estrella-, podía resolver el problema.
     Megalí salió de su arrobamiento cuando el músico y la guitarra se esfumaron tras una selección de virtuosos de la cuerda. En el primer  momento se sintió morir, pero no tenía la pasta de Eurídice: no lo buscaría ni en el cielo ni en el infierno. Su lugar estaba allí: en esa tierra, en esa aldea. Debía pensar, pensar mucho. Y como un árbol que retoña después de una poda salvaje, su imaginación comenzó a trazar laberintos, a urdir redes y encrucijadas a medida que la potencia retornaba, mientras el molino echaba a volar sus aspas en un torbellino que azotaba el viento.




3 comentarios:

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  2. Muy bueno Maygemay, sigue así, leer tus versos es como permitirse soñar despierto. Animo!

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  3. Me encantó Magy, iluminado tus versos.-
    Un cariño.-

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